El sector financiero (y el energético) figuran entre los que pagan 
salarios más elevados a sus ejecutivos. Lo explican por la necesidad de 
captar y retener a los mejores talentos en todos los campos. Los 
resultados no son buenos, al menos en los aspectos jurídicos a la vista 
de la acumulación de reveses en los tribunales, todos con altos costes 
para el sector, es decir para accionistas y clientes, porque no hay 
noticia de que los ejecutivos hayan visto mermadas sus retribuciones 
incluidos bonus, indemnizaciones y demás viáticos que acumulan con 
sorprendente naturalidad y argumentos que rozan lo asombroso.
La fertilidad en la invención/innovación de productos financieros 
está en las raíces de la reciente crisis financiera, convertida en Gran 
Recesión, la más grave desde la Gran Depresión de los años treinta. Todo
 empezó por las hipotecas subprime (un tocomocho de altos vuelos) y con 
los ingenios llamados derivados, subordinados, preferentes… y demás 
subproductos que con la excusa de garantizar estabilidad y rentabilidad 
actuaron como artefactos de “destrucción masiva” de valor. Con el 
agravante de que destruido ese valor han tenido que ser los Estados, los
 contribuyentes, quienes han rescatado a los depositantes, ajenos al 
desastre aunque víctimas finales si no se hubiera producido el rescate.
Como secuela o consecuencia no prevista de dichos artefactos 
destructivos cuenta la oleada populista desatada para denunciar sus 
consecuencias; una buena parte del malestar social de estos años vino 
provocado por los desastres financieros y por la incapacidad de esos 
banqueros con brillante currículum para hacer frente a sus errores. Ni 
siquiera para reconocerlos.
El último avatar, el de las clausulas suelo de las hipotecas 
calificadas como condición abusiva y nula por los tribunales europeos en
 aplicación de la tesis de la asimetría del contrato hipotecario entre 
acreedor y deudor, supone un clavo más en la larga lista de malas 
prácticas e incompetencias, que no siquiera han ido a favor de los 
propios bancos.
Lo más llamativo es que los protagonistas de la “mala práctica” no 
aprenden la lección y siguen escondiéndose tras argumentos de mal 
pagador: por ejemplo pretendiendo seguir pleiteando o enmarañando el 
problema para ahorrarse unos euros, pero sin reparar en la pérdida de 
reputación, que es el activo más relevante de la profesión de banquero.
La crisis del sector no vino por las hipotecas a particulares sino 
por los riesgos excesivos en la financiación de suelo y promociones mal 
planteadas. Frente a esos deudores, los atildados banqueros de altos 
bonus, han sido menos diligentes que ante a los hipotecados con 
problemas. Frente a los grandes riesgos han asumido quitas, moras, 
fallidos con mucha mayor largueza que frente a familias con problemas 
cuyas deudas se han recargado con intereses de demora (abusivos en 
muchos casos), costas, ejecuciones e incluso lanzamientos.
En su conjunto el sistema hipotecario español funciona con eficacia, 
más de seis millones de hipotecas vivas y a precios razonables y 
competitivos lo acreditan. El problema ha venido con la pésima gestión 
de los fallidos (en porcentajes bastante manejables incluso en los 
peores momentos) de esas hipotecas personales y de familia. Una gestión 
miope, cómoda, exigente solo para el deudor, que pudo haberse manejado 
con la inteligencia que se supone a las gentes mejor pagadas. Por unos 
pocos se ha complicado un modelo de muchos. La reputación del sector 
está por los suelos, en alguna parte inmerecidamente porque el servicio 
financiero es eficiente. Lo llamativo es la resistencia a reconocer y 
rectificar los errores. Será que no son los mejores.
(*) Periodista y politólogo


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