
Todas esas organizaciones, aunque dispares, tienen ciertamente un denominador común: la crítica más radical al statu quo
y el propósito de modificarlo sustancialmente. El euroescepticismo,
desde ángulos muy distintos, se ha ido adueñado con mayor o menor
intensidad de casi todos los países y ha sembrado la intranquilidad en
los poderes dominantes, que han reaccionado con la coacción, el discurso
del miedo y el catastrofismo, cuando no les servía ya ese mensaje
pietista y azul pastel sobre los grandes ideales en los que se funda la
Unión Europea.
Lo cierto es que esta ha sido obra exclusivamente de las elites
económicas y políticas, dejando al margen a los pueblos. Se eludieron
las consultas siempre que fue posible, y en las escasas ocasiones en que
se celebraron referéndums estos iban precedidos invariablemente de una
campaña de intoxicación y, si así y todo el resultado era negativo, se
estaba siempre presto a burlarlo repitiendo la consulta tantas veces
como fuesen necesarias para conseguir la aquiescencia. El caso más
evidente lo configura la non nata Constitución Europea. El
resultado negativo de Francia y Holanda (dos de los seis miembros
fundadores), el desistimiento de algunos países de someterla a consulta
popular ante el miedo de que pudiese triunfar el no y la enorme
abstención en aquellos Estados que tuvieron un resultado positivo,
condujeron a su abandono y a que las instituciones y los gobiernos
tirasen por la calle de en medio y trasladasen a un Tratado todo lo
esencial de la Constitución, burlando así la exigencia de someterlo al
veredicto de las urnas.
La ampliación al Este y la Unión Monetaria han complicado gravemente
la situación. Las sociedades empezaron a comprobar que la prosperidad y
los beneficios prometidos no llegaban -por lo menos a la mayoría de la
población-, sino que más bien los derechos y conquistas del pasado se
diluían por decisiones tomadas más allá de las respectivas fronteras.
Poco a poco, el malestar se ha ido extendido por toda Europa y eran
muchos los avisos que desde las distintas sociedades se enviaban a las
elites políticas y económicas: huelgas generales y protestas
multitudinarias; elecciones tras elecciones, los partidos gobernantes
fuesen del signo que fuesen iban perdiendo el poder, al tiempo que
surgían y adquirían cada vez más fuerza movimientos y partidos políticos
en otros tiempos marginales, y que no se conformaban a lo políticamente
correcto. Su gran heterogeneidad ideológica no debe llevar a engaño en
cuanto a la coincidencia en la causa que los genera y a la identidad de
las capas de población que los apoya.
Es este escenario en el que hay que situar lo ocurrido el pasado
jueves, en el que, contra la mayoría de los pronósticos, los británicos
se mostraron a favor de abandonar la Unión Europea. El hecho en sí no
debería haber causado mayor estupor ni tampoco ser objeto de especial
preocupación. Por una parte, se conocía desde siempre la fuerte
reticencia de la sociedad inglesa a la Unión Europea; su permanencia ha
estado siempre llena de excepciones y vetos y no pertenecía a la
Eurozona en la que toda escisión puede ser más problemática. Por otra
parte, dos años es tiempo más que suficiente para que la desconexión se
realice de una manera suave y progresiva que evite todo traumatismo,
tanto más cuanto que parece totalmente probable que los futuros acuerdos
de tipo comercial y financiero sustituyan en buena medida la
integración actual, sin que el tránsito tenga que representar ningún
revés grave ni para Gran Bretaña ni para el resto de los países
europeos. ¿De dónde proviene entonces la alarma y el carácter
catastrófico con los que se ha revestido el acontecimiento?
Es sabido que los mercados sobreactúan y, ante cualquier
incertidumbre, sufren movimientos espasmódicos desproporcionados que
ellos mismos terminan corrigiendo a medio y a largo plazo, pero en esta
ocasión el temor de los mercados y la tragicomedia representada por
gobiernos e instituciones europeas iba mucho más allá que el
acontecimiento concreto del referéndum votado por el Reino Unido. Lo que
realmente preocupaba era el contagio, que el Brexit se terminase
convirtiendo en el principio del fin. A pesar de sus proclamas, todos
son conscientes, o deberían serlo al menos, de que la Unión Europea (y
especialmente dentro de ella, la Unión Monetaria) es un gigante con los
pies de barro. Es más, sus cimientos son contradictorios y se encuentra
en un equilibrio altamente inestable. El movimiento de cualquiera de sus
piezas puede hacer que el edificio se venga abajo.
Las reacciones de las instituciones europeas y de los principales
mandatarios nacionales, entre la sorpresa, el miedo y la indignación,
obedece al intento de atajar cualquier posibilidad de contagio. De ahí
la premura que quieren imprimir a la desconexión y también la dureza con
la que han reaccionado frente a Gran Bretaña, prescindiendo de
cualquier lenguaje diplomático. Por un lado, pretenden cerrar cuanto
antes la herida, y por otro dar un escarmiento a los ingleses
haciéndoles pagar su osadía, como aviso a navegantes para todos aquellos
que ambicionen emprender el mismo camino. Es la misma táctica que
aplicaron con Grecia ante la rebelión de Syriza. Pero Gran Bretaña no es
Grecia, ni cometió la locura de entrar en la Unión Monetaria, por lo
que no se encuentra en las manos del Banco Central Europeo. Lo más
probable es que los futuros acuerdos y tratados dejen a Gran Bretaña en
una situación igual o mejor que la que ya tenía, a no ser por el daño
colateral que se puede producir a causa de su desmembración territorial.
Los mandatarios europeos han adaptado su discurso a la nueva
situación, afirmando que la Unión Europa debe sacar bien del mal,
extraer conclusiones, corregir sus defectos y reformarse para que un
acontecimiento similar no vuelva a ocurrir. Palabras que suenan muy bien
en teoría, pero que son totalmente inaplicables en la práctica ya que
las necesidades y los intereses de los distintos países son opuestos y
contradictorios entre sí. Han sido muchas las voces que se han
pronunciado por la obligación de avanzar hacia más Europa, reforzando
los lazos de unión y tendentes a una entidad federal. Puro ensueño. Ha
faltado tiempo para que apareciese en escena el ministro de Finanzas
alemán, Wolfgang Schäuble, para rebatir la tesis, argumentando que tal
camino lo único que produciría sería acelerar las fuerzas centrífugas
que abogan por abandonar la Unión.
El problema se plantea especialmente en la Eurozona, donde los
intereses son muy contradictorios entre los países del Norte y del Sur,
como contradictorio es constituir una unión monetaria sin integrar al
mismo tiempo las haciendas públicas, integración a la que se opondrán
radicalmente países como Alemania, Austria, Holanda o Finlandia. Es más,
todo nuevo paso que se dé en esta dirección, por pequeño que sea, sus
sociedades lo entenderán como pérdida de soberanía y un expolio
orientado a beneficiar a los países del Sur, sin ser conscientes de que
la unión comercial y monetaria crea un flujo de recursos en sentido
contrario. El problema no tiene solución y antes o después el edificio
se desmoronará y lo mejor que podrían hacer los gobiernos sería
prepararse para ello, creando las condiciones para que cuando se
produzca sea lo menos penoso posible.
Si bien el fenómeno aparece con toda su crudeza en la Unión Europea,
no queda recluido en sus fronteras. La fulgurante ascensión de Donald
Trump en EE. UU. es un buen ejemplo de ello. En primer lugar, porque las
contradicciones europeas se transmiten al resto del mundo. Ese ocho
por ciento de superávit continuo en la balanza corriente de Alemania es
un problema para la economía internacional. Y, en segundo lugar, porque
si bien es verdad que la Unión Europea ha querido llevar la integración
económica supranacional a su máxima expresión, liberándola de los
Estados-nación y de la soberanía popular, no es menos cierto que la
globalización económica y la libre circulación de capitales hacen
participar a todos los países de esta aberración.
Los gobiernos mienten cuando reniegan del proteccionismo porque a
pesar de que han eliminado la mayoría de las trabas en el orden
comercial y todas ellas para la libre circulación de capitales, intentan
por todos los medios proteger sus economías mediante lo que denominan deflación competitiva,
es decir, reduciendo los salarios y los gastos sociales y laborales. Es
ahí donde se refugia el nuevo proteccionismo. El poder económico se
encuentra satisfecho en el nuevo orden. No se da cuenta de que resulta
insostenible en el medio plazo.
Económicamente, porque la economía de
mercado se fundamenta en la identidad entre oferta y demanda, y no es
verdad que se cumpla la ley de Say de que la oferta crea su propia
demanda. Machacar la demanda siempre termina dañando con fuerza el
crecimiento. Políticamente, porque deprimir a partir de cierto límite
las condiciones sociales y laborales solo es posible en las dictaduras.
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España
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