NUEVA YORK.- En
todo el mundo, de Hong Kong a Ecuador, de Sudán a Irak, manifestantes
enojados están llenando las calles y las plazas urbanas, chocando con la
policía, destrozando tiendas y quemando llantas. No tienen un liderazgo
claro. Sin embargo, incluso en el irremediablemente sectario Líbano,
los manifestantes parecen desafiantemente unidos contra sus gobernantes.
Y ya han reclamado tres premios: los líderes de Sudán, Argelia y
Líbano.
Sus
motivaciones inmediatas difieren. La ira pública fue desatada en Líbano
por un impuesto propuesto a las llamadas por WhatsApp; en Chile, por un
incremento en las tarifas del metro. En general, la desigualdad
persistente se ha vuelto más intolerable en esos países, especialmente
entre los jóvenes desempleados y subempleados, con el trasfondo de una
desaceleración económica global.
Si
bien es difícil señalar una causa que unifique las protestas
simultáneas, es posible disipar un mito. La agitación no ha explotado,
como sugirió el New York Times la semana pasada, porque "la expansión de
la democracia se ha estancado en todo el planeta".
Ese
análisis se debe en gran parte a una noción conservadora de la
democracia. Sostenida por instituciones de la Guerra Fría como Freedom
House, esta idea confunde la democracia con las elecciones y otras
cuestiones de procedimiento. No entiende que la democracia es, por
encima de todo, un sentimiento social, una exigencia potencialmente
revolucionaria de igualdad y dignidad; lo que para el siglo 20 había
acabado en Occidente con milenios de gobierno de reyes y la clase feudal
poseedora de tierras.
Alexis
de Tocqueville, el analista más agudo de la democracia, profetizó que
era el destino ineludible de todas las sociedades, sin importar cuán
jerárquicas. Tenía claro que, una vez "destruidas la monarquía y la
aristocracia", la democracia no "se detendría ante la burguesía y los
ricos".
En
efecto, la burguesía y los ricos europeos del siglo XIX gastaron mucha
energía intentando contener la democracia y mantener a la gente
ordinaria, especialmente a las clases trabajadoras industriales y a las
mujeres, en su lugar. Walter Bagehot, reconocido editor de The
Economist, escribió obsesivamente sobre "lo que pueden crear los valores
contra la democracia". Se propuso expandir el sufragio más allá de las
clases poseedoras de tierras y se ofreció un tipo básico de seguridad
social a los pobres en dificultades.
Pero
un golpe político tras otro revelaron que, como escribió Tocqueville,
las personas en la era de la democracia "tienen una pasión ardiente,
insaciable, eterna e invencible" por la igualdad, y que "tolerarán la
pobreza, la esclavitud, el barbarismo, pero no tolerarán a la
aristocracia". Esta intolerancia vuelve a hacerse evidente en las
revoluciones en contra de la élite en Occidente hoy en día.
Es
sorprendente más notoria en el mundo poscolonial, que desde la
Primavera Árabe ha visto los levantamientos más grandes del mundo.
Quienes
tengan más de 40 años recordarán una época en Asia y África cuando una
extrema condescendencia, incluso el miedo, marcaban la relación entre
los gobernantes y sus gobernados, ricos y pobres, clases altas y bajas, y
las castas. Con la inmunidad garantizada, los ricos y poderosos podían
matar sin consecuencias, a veces literalmente.
Una élite pequeña e
incestuosa robaba las arcas del estado y derrochaba en Londres, Nueva
York y París, elevando las ganancias de los agentes de bienes raíces,
Harrods y Bloomingdale’s, por no mencionar a los planeadores de fiestas y
los glamurosos servicios de acompañantes.
Un
recordatorio de estos buenos tiempos para los Suhartos, los Bhuttos y
los Mubaraks del tercer mundo es el recientemente expulsado primer
ministro de Líbano, Saad Hariri, quien presuntamente dio un regalo de 16 millones de euros a una modelo de bikinis que conoció en un resort de lujo
en las Seychelles.
Incluso
en India, supuestamente la democracia más grande del mundo, una sola
familia dominó la política por décadas, incluyendo a unos cuantos leales
es su red de patrocinio, pero excluyendo a innumerables otros. Los
visitantes se maravillaban de la infinita paciencia de los millones
degradados y en sufrimiento, preguntándose por qué no se revelaban
contra sus crueles amos.
Las
jerarquías sociales finalmente empezaron a agrietarse más rápidamente
desde la década de 1990, con una mayor politización y el crecimiento de
la alfabetización, los canales de televisión por satélite y los medios
digitales. Las protestas masivas contra una élite gobernante corrupta en
India en 2011 fueron la primera señal de que la sociedad y la política
India estaban a punto de transformarse radicalmente.
De
hecho, las protestas prepararon el escenario para Narendra Modi, quien
llegó al poder denunciando a las dinastías venales e ineptas y
declarando representar a las víctimas. Asimismo, la agitación social
masiva por el aumento del pasaje de bus en Brasil allanó el camino para
Jair Bolsonaro.
No
hay garantía de que el actual levantamiento contra las élites
gobernantes no empodere a los demagogos. A finales del siglo XIX en
Europa, los movimientos de extrema derecha y antisemitas también
secuestraron la demanda de democracia, marginalizando a los partidos con
tendencia a la izquierda y liberales.
El
desafío práctico, ahora tanto como entonces, es cómo hacer la
democracia masiva más compatible con las libertades individuales, cómo
encontrar instituciones políticas y económicas capaces de desplegar la
tremenda energía de la movilización social para el bien general.
Mientras
tanto, debemos resistir la conclusión de que la democracia está en
decadencia; ya que, si la democracia significa el gobierno del pueblo, y
una demanda de igualdad social, entonces somos testigos de su
florecimiento en las partes más pobladas del mundo.
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