PARÍS.- “Macron, puta de judíos”, decía una enorme banderola
el pasado 22 de diciembre sobre un puente que cruza la Autopista A6 de
Francia. “Macron= Sión", decía otra en el departamento de Isère. Un día
antes, un maniquí con la efigie del presidente francés era decapitado ante un público que aplaudía en presencia de periodistas, según la crónica del corresponsal de 'El Confidencial', Madrid.
La revuelta que los llamados “chalecos amarillos”
protagonizan desde el 17 de noviembre ha despertado la simpatía y una
cierta comprensión de una mayoría de ciudadanos franceses. Pocos hasta
ahora, incluidos periodistas, se han atrevido a denunciar la deriva violenta, complotista, antijudía y filofascista de muchos de los protagonistas del movimiento de protesta.
Muchos diputados del partido de Emmanuel Macron, La República en Marcha (LaREM), pueden testificar sobre el acoso violento que están sufriendo.
Así, Bruno Questel, elegido en el departamento del Eure, asistió el 15
de diciembre desde en interior de su domicilio al tiroteo de su fachada
por varios chalecos amarillos armados con escopetas de caza.
Más tarde,
otro grupo de 40 personas rodearon su domicilio lanzando cohetes y
petardos. Horas antes, los instigadores de la acción habían indicado el domicilio del diputado en carteles colocados en la carretera.
No es un caso aislado. Otros representantes electos del partido mayoritario en la Asamblea han visto incendiada su oficina electoral en su circunscripción o
han recibido amenazas graves.
Mireille Robert, por ejemplo, asistió
aterrada a la intrusión de 40 individuos en su casa, a la que quisieron
prender fuego. Su colega Benoit Potterie recibió por correo una bala en un sobre con un mensaje: “La próxima, entre los ojos”.
Por
supuesto, entre los chalecos amarillos se pueden encontrar todo tipo de
personalidades y comportamientos, especialmente cuando se trata de un colectivo de orígenes e intereses diferentes
que claman no representarse más que a nivel individual.
El problema es
que los llamados coordinadores o representantes de los diferentes grupos
de chalecos amarillos no han sido precisamente muy claros en la condena
de la violencia exhibida por sus compañeros, si se les puede llamar
así. Más bien al contrario; cuando se les reprocha haber dado pie a la
violencia desatada en París u otras ciudades, responden diciendo que es la única manera de hacerse oír.
Especialmente curioso es el caso de las agresiones sobre los periodistas
que cubren en directo las manifestaciones de cada sábado desde hace un
mes y medio. Si los chalecos amarillos han despertado tal atención y
escucha- y no solo en Francia- es gracias a la cobertura de las televisiones, especialmente las varias cadenas “todonoticias”.
La originalidad del primer momento dejó paso a las imágenes de vandalismo y destrucción que hicieron subir las audiencias hasta récords jamás conocidos. Miembros de los chalecos amarillos eran y siguen siendo invitados a los platós de televisión
como protagonistas del acontecimiento.
Con todo, los periodistas
empezaron a ser agredidos físicamente por chalecos amarillos que les
calificaban de defensores de las tesis del gobierno. Al tiempo, atizados
por las redes oficiales de las diferentes cuentas de los chalecos
amarillos, se lanzaban mensajes para “tomar” las sedes de televisiones y otros medios de prensa, que tienen que ser protegidos por cordones de fuerzas especiales de la policía o la Gendarmería.
La ignominia de algunos de los más “mediáticos” chalecos amarillos llegó a su cénit tras el atentado islamista de Estrasburgo.
Y para demostrar que el “complotismo”, además del racismo, la homofobia
o el antisemitismo es uno de los componentes de muchos de los chalecos
amarillos, algunos de esos “líderes” no dudaron en atribuir la autoría del atentado al gobierno,
“con el ánimo de intentar desviar la atención sobre la protesta”.
Y ahí
siguen, siendo invitados para opinar sobre su movimiento e incluso en
otros debates que nada les atañen y para los que no tienen ninguna legitimidad de representación.
Sabedores del poder de convocatoria a través de las redes sociales,
muchos periodistas y políticos temen ser objeto de denuncia y sufrir en sus carnes la venganza de descerebrados
que, en muchos casos también, se sienten atizados por declaraciones
irresponsables de políticos que desde el inicio de la revuelta intentan recuperar el movimiento.
La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, muy sumida en realidad en una grave crisis interna, se ha distinguido por avivar las brasas de la protesta,
incluso llamando a aunar esfuerzos con teóricos del fascismo local,
como Etienne Chouard, que es un fiel apoyo de los chalecos amarillos,
pero también de Marine Le Pen.
Los sueños insurreccionales de Mélenchon y su partido llevaron a uno de
sus componentes más exaltados, François Ruffin, a loar la figura de
Chouard, un profesor de economía que encabezó el “no” en el referéndum
sobre el Tratado de Constitución Europea de 2005, pero que es más
conocido por sus posiciones políticas ultraderechistas.
El RIC, el
llamado Referéndum de Iniciativa Ciudadana, es el nuevo tótem de la
extrema izquierda y de parte de los chalecos amarillos, a quienes se ha
hecho creer que pueden destituir mediante referéndum a un presidente y a un poder legislativo elegido democráticamente por millones de franceses.
Emmanuel Macron, es cierto, está muy debilitado políticamente. Ha cedido en algunas de las medidas que consideraba antes indispensables en su plan de reformas. La protesta de los chalecos amarillos le ha obligado a prestar más atención a una parte de Francia que no entraba en el radar de su política reformista y a la que incluso menospreciaba con gestos y frases hirientes.
Los diez mil millones de euros dedicados a calmar la revuelta
no serán nunca suficientes para contentar a muchos que han interpretado
las dudas y la zozobra del poder como el trampolín hacia el fin de sus
penurias o incluso hacia la “revolución”.
En su discurso del 10 de diciembre, un Macron desmejorado y con voz apagada entonaba un mea culpa que no consiguió frenar las manifestaciones,
ni la violencia, ni el odio hacia su persona de buena parte de los
chalecos amarillos. En su despedida de año televisada, un presidente más
afirmado señaló que mantendría el grueso de sus reformas
y no perdió la ocasión en hacer la diferencia entre las razones de las
protestas y los “instigadores del odio que pretenden hablar en nombre
del pueblo”.
Sí, Macon esta debilitado y nadie sabe ahora cómo va a poder llevar adelante las reformas anunciadas para 2019:
la de las pensiones, la de las condiciones del desempleo y la de la
función pública, entre otras.
Marine Le Pen y la extrema izquierda le
dan por muerto políticamente, pero si bien es vedad que Emmanuel Macron
goza solo de un 31% de confianza entre sus compatriotas, sus rivales -fuera del desgaste del ejercicio del poder– lo tienen peor:
Le Pen obtiene un 22%; Melenchon, un 18%; el líder de la derecha,
Laurent Wauquiez, un 14%, y el jefe de los socialistas, Olivier Faure,
un 10%. Son datos de una encuesta de la empresa Harris publicada el 31
de diciembre.
Los “chalecos amarillos” no están representados
exclusivamente por los salvajes que han intentado linchar a policías, ni
tampoco por los que abrazaban en Nochevieja a miembros de las fuerzas
de orden público en los Campos Elíseos. Algunos pretenden “representar al pueblo”,
pero eso solo puede legitimarse en las urnas.
Y, por cierto, como todos
los sondeos indican, la aparición de un partido de “chalecos amarillos”
beneficiaría a Macron, pues robaría votos tanto a Le Pen como a Mélenchon.
Por eso, ambos preferirían incluir dentro de sus listas a líderes de la
protesta y una parte de sus reivindicaciones. Algo que los “chalecos
amarillos”, de momento, rechazan. El problema no es, pues, solo para el
presidente.
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