El nudo gordiano que no logra resolver el campo democrático en
Venezuela es el enigma militar. Entre la Venezuela civil y la militar ha
habido un abismo histórico que el chavismo ha usado (y usa) a su favor.
Mientras la Fuerza Armada no le retire el apoyo a Maduro no hay
transición en Venezuela y no lo hará mientras no vea una alternativa
clara.
Hace díez días Nicolás Maduro
afirmó haber juramentado a 3.300.000 milicianos. “Hemos sobrecumplido la
meta (afirmó), tenemos 3.300.000 hombres y mujeres organizados y
dispuestos para la defensa y la paz de Venezuela”.
Agregó además que la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) reformaría la ley de la Fuerza Armada Nacional (FAN) a fin de incorporar a la Milicia Bolivariana como cuerpo combatiente de la misma. Es decir, como el quinto componente militar.
Instituir
un cuerpo armado compuesto por militantes del partido oficial, y
directamente leales al ocupante del Palacio presidencial de Miraflores,
es uno de esos proyectos iniciados por el antecesor de Maduro en el
cargo y que este se ha empeñado en ampliar a todo trance.
Con los
militares profesionales comprometidos como nunca antes en respaldar a su
régimen, con oficiales controlando áreas clave de la economía como por
ejemplo lo que queda la estatal petrolera PDVSA, o con su propia empresa minera, Camimpeg,
parecería que Maduro puede tener segura la lealtad de la corporación
armada y si no de todos sus miembros al menos sí de la mayoría.
Pero resulta que no es así; la insistencia en crear un componente
militar no profesional y totalmente politizado es una señal clarísima de
que Nicolás Maduro desconfía de los militares. Un dato paradójico dado
el compromiso que estos le han demostrado en sus siete años de poder.
Puede que como en otros tantos asuntos Maduro esté exagerando en el
número de milicianos (por años lo ha hecho descaradamente con las cifras
de la Misión Vivienda), y también parece evidente que
esos milicianos en su abrumadora mayoría no tienen ni la condición
física, ni la preparación profesional para reemplazar al Ejército o la Guardia Nacional
de Venezuela.
Pero su sola presencia la usa Maduro como una disuasión
ante cualquier intento de insubordinación desde la FAN. Uno de los
temores tradicionales de los altos mandos militares venezolanos es la
guerra civil o tener que imponerse por medio de una represión
sangrienta. En ese sentido los milicianos son la carne de cañón que
Maduro ofrece sacrificar en el altar de su propio poder.
Entre
Maduro y los militares profesionales hay una situación de desconfianza
mutua. El primero sabe que el descontento generalizado que hay con su
régimen y contra su persona en la sociedad venezolana hace rato entró a
los cuarteles. Por su parte los oficiales también desconfían de Maduro.
Debe ser así entre los mandos de mayor jerarquía; después de todo se
deben mirar en el espejo de otros jerarcas civiles y militares del
chavismo que hoy son perseguidos por el mismo régimen al que sirvieron.
De modo que aquí cabe una pregunta: Si esto es así, ¿por qué los militares siguen respaldando a Maduro?
Hay
varias respuestas, pero una en particular luce como la más relevante de
todas, esos mismos militares desconfían más de los dirigentes de la
oposición venezolana que de Maduro. Prefieren el mal conocido que el mal
por conocer. Entre un bando y otro escogen jugar (pese a todos los
pesares) con el chavismo. Después de todo, este ha tenido una política
hacia ellos que no ha tenido el campo democrático venezolano.
Esto no es un hecho nuevo. Tiene una historia tan larga como la
existencia misma del país. Para resumir, digamos que de 1830 a esta
parte sólo dos políticos civiles se ganaron el respeto, e incluso el
liderazgo, dentro de la institución militar, los expresidentes Rómulo Betancourt y Rafael Caldera.
Para casi todos los demás el mundo militar fue algo ajeno y extraño
del que se conocía poco o incluso se despreciaba. Así por ejemplo, el
expresidente Carlos Andrés Pérez creyó que la lealtad
militar a su persona estaba asegurada porque los golpes y conspiraciones
eran cosas del pasado en la Venezuela de fines del siglo XX. Ese fue un
grave error que se manifestó en toda su magnitud el 4 de febrero de
1992 con el fracasado intento de golpe militar con que se dio a conocer Hugo Chávez.
Una
década después ese abismo entre políticos y militares explicó el
intento fallido por desplazar a su vez a Chávez del poder el 12 de abril
de 2002.
Desde entonces el chavismo, con todas las ventajas que
le ha dado (obviamente) el poder, se ha dedicado a cultivar la lealtad
de los oficiales repartiéndoles privilegios, ventajas, cargos y
oportunidades de negocios. Pero además, ha tenido una política hacia
ellos, esa que se denominó como la unidad cívico-militar.
La misma, sin
embargo, no ha logrado zanjar la desconfianza entre el grupo proveniente
de la ultraizquierda que llegó con Maduro al Palacio de Miraflores y
los compañeros de armas de Chávez. Las consecuencias desastrosas que
para Venezuela ha tenido el paso del heredero por el poder son evidentes
para los militares. Pero ante las alternativas planteadas prefieren el
statu quo.
Del lado opositor no ha habido una política, como la que sí tuvieron en su momento los presidentes Rómulo Betancourt y Rafael Caldera (o en Chile el expresidente Patricio Aylwin)
hacia el mundo militar, sino por el contrario, mensajes contradictorios
y estrategias inconstantes. Nada que salve la mutua desconfianza.
El descontento militar contra Maduro existe, él lo sabe. Por eso su
empeño en incrementar y armar a la Milicia. Por eso su servicio de
contrainteligencia militar no baja la guardia. Pero la oposición no ha
sido capaz de capitalizarlo. Ese no es un error en el que esté sola.
También ha sido el error a lo largo de este año de la comunidad
democrática internacional que ha respaldado a la Asamblea Nacional (AN) y en particular de la Administración Trump.
(*) Profesor de Historia Económica en la UCV.
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