BARCELONA.- La aparición de la epidemia del coronavirus puede acelerar
un fenómeno que ha empezado desde hace algunos años: la repatriación de
los activos. Mantener los centros productivos esparcidos por el mundo o
demasiado lejos de la sede central puede ser fuente de inestabilidad y,
en todo caso, ya no sale a cuenta como antes, se escribe hoy en el diario La Vanguardia.
La globalización, aquel periodo de apertura comercial de las últimas
tres décadas que se ha caracterizado por deslocalizar la fabricación de
productos de las economías occidentales a países de bajo coste y que ha
dado lugar a la cadena de valor global tal como la conocemos, ha
empezado a dar marcha atrás.
Un nuevo estudio difundido esta semana por Bank of America, sobre
3.000 compañías con una capitalización de mercado total de 22 billones
de dólares y situadas en 12 grandes sectores globales, afirma que el 80%
de esas empresas tiene planes de relocalización ( reshoring en inglés)
para repatriar parte de su producción del exterior. “Es el primer punto
de inflexión de una tendencia de varias décadas”, proclaman los
autores. En los últimos tres años, unas 153 empresas han retornado a EE.UU. mientras que 208 han hecho lo propio en la UE.
Los motivos para este cambio de estrategia son múltiples. La reciente guerra comercial, no sólo entre Estados Unidos y China,
ha causado un aumento de las tarifas aduaneras. Importar es más caro.
El comercio mundial ha rebajado su crecimiento a la mitad respecto a la
década anterior. Según Unctad, los aranceles han reducido los intercambios entre China y Estados Unidos un 10%.
Producir en la otra punta del mundo ya es más costoso
también por un tema salarial: los sueldos en los países emergentes en
los últimos años se han disparado. Sólo en China, según la OIT, se ha pasado de un promedio de los 150 dólares mensuales del 2001 hasta los más de 800 del 2017 (¡una subida del 433%!)
Asimismo, la revolución digital hace que hoy sea posible
fabricar gracias al creciente uso de los robots, cuya implantación se
expande gracias también a una reducción de los precios. Se estima que su
uso se duplicará en la industria en los próximos cinco años, hasta
llegar a los cinco millones de unidades. En este sentido, tampoco es
necesario contar con una masiva mano de obra poco cualificada, si las
tareas más pesadas las pueden hacer las máquinas en casa.
Se está también produciendo un cambio de estructura en las
sociedades. El envejecimiento de la población hace que haya una
creciente demanda de servicios (como la asistencia) que por su
naturaleza son locales. Pero, al mismo tiempo, gracias al aumento de la
productividad en la cadena de valor, ahora se precisan puestos de
trabajo más cualificados y estos todavía se encuentran, en su mayoría,
en las economías más desarrolladas. Sólo en EE.UU. hay unas 400.000
vacantes de alto nivel en el sector manufacturero en estos momentos.
El clima político tampoco es el más propicio para grandes aventuras o
exploraciones. El auge del populismo y del lema “Make America great
again” de Donald Trump presiona para que los bienes que se
consumen tengan origen doméstico. Y no sólo por presuntas (o reales)
razones de seguridad nacional: los estímulos fiscales para la
repatriación de los beneficios son un caramelo apetitoso. La mitad de
los sectores económicos estadounidenses ha declarado su intención de
relocalizar su producción, sostiene el informe de Bank of America. Una
proximidad territorial que se vende también en clave electoral como
seguro contra la creciente desigualdad.
A su vez, el influyente movimiento ambientalista no ve con
buenos ojos que las mercancías viajen miles de kilómetros dejando una
huella de carbono por el planeta. Cada vez más empresas consideran que
producir más cerca de casa forma parte de una estrategia de
sostenibilidad y de responsabilidad social.
“Este tipo de globalización ha llegado a su límite, es cada vez más desfasada”, comentan Enrique Díaz Álvarez y Luis Azofra de Ebury, plataforma especializada en pagos y cobros internacionales e intercambio de divisas que ha organizado, hace unos días en Barcelona,
un encuentro sobre la internacionalización de las pymes.
En su opinión,
“en la actualidad hay que concebir la expansión al exterior no tanto en
el sentido de estrategia para reducir costes, sino como una oportunidad
de crecimiento hacia nuevos mercados”.
En este sentido, el creciente peso en la economía de
los servicios constituye un buen ejemplo de un estilo de globalización
menos especulativa y de mayor valor añadido. Y esta modalidad sí que va a
continuar. Ebury pone como ejemplo servicios de ingeniería en el
fotovoltaico o aperturas de oficinas de asesoría legal en el extranjero,
sectores en los que las pymes españolas todavía tienen posibilidad de
aprovechar fuera de sus fronteras. Porque el conocimiento –también– se
contagia.
Las cadenas de suministro globales tienen una larga historia. En los siglos X y XI,
los comerciantes árabes y los artesanos indios habían establecido una
cadena de suministro de marfil. Los colmillos de elefante en la India y
el sudeste asiático eran más caros que los colmillos africanos.
Entonces, los árabes enviaron colmillos africanos a la India para tallar
en joyas y adornos, que luego se exportaron a China y al Mediterráneo. Las preocupaciones actuales sobre el comercio multilateral tampoco son nuevas. Ya en el siglo I d.C., el emperador Tiberio de Roma se
lamentaba del déficit comercial ante la demanda de productos de lujo
entre las élites romanas: “¿Cómo vamos a lidiar con ese apetito por las
joyas y baratijas, que agota el imperio de su riqueza, y envía a cambio
de adornos, el dinero de la comunidad a las naciones extranjeras, e
incluso a los enemigos de Roma?”.
Y cuando se habla de aranceles, hay
que recordar que Gran Bretaña impuso la ley Cálico de 1701, una prohibición parcial de las importaciones de textiles indios, hasta llegar a 1721 a
la prohibición total. Los indios tenían la ventaja de la mano de obra.
Sus tejidos costaban una sexta parte de los producidos en Gran Bretaña.
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