La necesidad de repensar la globalización, tal y como la hemos
entendido a lo largo de estos últimos años, es una de las exigencias de
esta crisis económica en la que acabamos de entrar y cuya dimensión,
tanto en lo cuantitativo como en lo temporal, resulta altamente
imprevisible e impredecible.
Los lazos entre economías, la ampliación
de las redes empresariales a través de todo el mundo, la interconexión
de los productos y mercados así como el establecimiento de
especializaciones sectoriales o de ámbitos de actividad, han conformado
una economía global que ha dado importantes argumentos de bonanzas a los
exégetas del fenómeno.
Pero la crisis del coronavirus ha desenmascarado algunas de estas
supuestas virtudes. En el caso español parece haber quedado
suficientemente probado. España es un país con un grado de desarrollo
económico bastante alto. Nos movemos en torno a los puestos 10 a 15 del
mundo, según las clasificaciones habituales.
No es solo la capacidad
tecnológica y productiva lo que nos coloca en una posición mundial más
que aceptable. Es también el volumen, la potencia, la envergadura de
nuestra industria, los que han colocado a España en una posición
bastante envidiable en el contexto internacional.
Por este motivo se entiende que las necesidades que ha sacado a
relucir la pandemia en nuestro país (producción de mascarillas,
respiradores y otros artilugios de la demanda sanitaria) hayan quedado
muy alejadas de las capacidades de producción, hasta el punto de
recurrir de forma no solo masiva sino incluso exclusiva a otros
fabricantes internacionales, cuya posición en el terreno industrial y
tecnológico puede considerarse bastante alejada de la que han acreditado
nuestras empresas.
Algunas de ellas convertidas ya en importantes
multinacionales, presentes en docenas de países, entre ellos los más
desarrollados.
Mirando fríamente la situación, no se entiende bien como un país que
cuenta con capacidades importantísimas en la industria textil o en
sectores de cierta calidad vanguardista como el del automóvil, no haya
sido capaz de poner en marcha cuanto antes, en plazos mucho más
ajustados a las necesidades, de los que realmente han aplicado otros
países convertidos de golpe y porrazo en importantes proveedores de
material sanitario de carácter estratégico para nuestro país.
Hubo un tiempo en que España transitaba por las primeras etapas de la
industrialización, cuando fue capaz de cubrir necesidades más o menos
perentorias aplicando las reglas básicas de la autarquía. Aquella
etapa fue sustituida por la liberalización, en la que en España se
podía importar de todo y se exportaba casi de todo.
Pero a esta primera
fase de apertura ha seguido la denominada globalización, en la que se
han dejado de lado cuestiones de importancia estratégica como los que
hemos visto desarrollarse en estas últimas semanas. Está claro que la
globalización económica mundial ha llegado para quedarse, pero una cosa
es globalizar y otra muy distinta es dejar amplios espacios de
dependencia, en los que algunos países se convierten en monopolizadores
de la oferta (caso de China en la reciente crisis de suministros) y
otros en víctimas de una insuficiencia de suministros que no tiene razón
de ser.
Esa es una de las tareas que el entusiasmo por las bondades de
la globalización debería dejar de un lado y cuanto antes.
No se trata lógicamente de volver a la autarquía pero sí de afrontar
una estrategia de suministros imprescindibles para la sociedad que
puedan ser fabricados en puntos dispersos y diversificados que impidan
la existencia de cuellos de botella como hemos visto en las últimas
semanas, algunos de ellos, por cierto, aún sin resolver.
(*) Periodista y economista español
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