miércoles, 5 de septiembre de 2018

Liberales contra populistas, una división engañosa / Pierre Rimbert y Serge Halimi *

Las respuestas proporcionadas a la crisis de 2008 han desestabilizado el orden político y geopolítico. Las democracias liberales, percibidas durante mucho tiempo como la forma definitiva de gobierno, están a la defensiva. 

Frente a las “elites” urbanas, las derechas nacionalistas llevan a cabo una contrarrevolución cultural en el ámbito de la inmigración y en el de los valores tradicionales. No obstante, persiguen el mismo proyecto económico que sus rivales. La cobertura mediática a ultranza de esta división pretende forzar a las poblaciones a elegir uno de estos dos males.

Budapest, 23 de mayo de 2018. Stephen Bannon, con una chaqueta oscura un poco amplia y, sobre una camiseta, una camisa violeta con el cuello desabrochado, se plantó ante un público compuesto por intelectuales y notables húngaros.

“La mecha que propagó la revolución de Trump se encendió el 15 de septiembre de 2008 a las nueve de la mañana, cuando Lehman Brothers se vio obligado a anunciar su quiebra”. El exestratega de la Casa Blanca no lo ignora: aquí, la crisis ha sido particularmente violenta.

“Las elites se rescataron a sí mismas. Socializaron por completo el riesgo –continúa diciendo este exvicepresidente en el seno del banco Goldman Sachs, cuyas actividades políticas están financiadas por fondos especulativos–. ¿Acaso se ha rescatado a la gente de la calle?”.

Este “socialismo para los ricos” habría provocado en varios puntos del planeta una “auténtica revuelta populista. En 2010, Viktor Orbán regresó al poder en Hungría”; fue “Trump antes de Trump”.

Una década después de la tempestad financiera, el hundimiento económico mundial y la crisis de la deuda pública en Europa han desaparecido de los terminales de Bloomberg en los que parpadean los parámetros de las constantes vitales del capitalismo. Pero su onda expansiva ha amplificado dos grandes desajustes.

En primer lugar, el del orden internacional liberal posterior a la Guerra Fría, centrado en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), las instituciones financieras occidentales y la liberalización del comercio.

Aunque, al contrario de lo que prometía Mao Zedong, el viento del Este aún no prevalece sobre el viento del Oeste, la recomposición geopolítica ha comenzado: cerca de treinta años después de la caída del Muro de Berlín, el capitalismo de Estado chino extiende su influencia; la “economía socialista de mercado”, basada en la prosperidad de una clase media en ascenso, vincula su futuro al de la globalización continua de los intercambios, la cual descompone la industria manufacturera de la mayoría de los países occidentales.

Como la de Estados Unidos, que el presidente Donald Trump prometió salvar de la “masacre” desde su primer discurso oficial.

La sacudida de 2008 y sus réplicas también han perturbado el orden político, que veía en la democracia de mercado la forma acabada de la historia. La altivez de una tecnocracia untuosa, deslocalizada y situada en Nueva York o en Bruselas, que impone medidas impopulares en nombre de la pericia y de la modernidad, ha allanado el camino a gobernantes estruendosos y conservadores.

De Washington a Varsovia pasando por Budapest, Trump, Jaroslaw Kaczynski y Orbán se identifican con el capitalismo tanto como Barack Obama, Angela Merkel, Justin Trudeau o Emmanuel Macron; pero un capitalismo vehiculado por otra cultura, “iliberal”, nacional y autoritaria, que exalta el país profundo en lugar de los valores de las grandes metrópolis.

Una fractura divide a las clases dirigentes. Los medios de comunicación la ponen en escena y la amplifican, reduciendo el horizonte de las posibles opciones políticas a dos hermanos enemigos. Ahora bien, los recién llegados comparten con los otros el objetivo de enriquecer a los ricos, pero recurriendo al sentimiento que inspiran el liberalismo y la socialdemocracia a una fracción, a menudo mayoritaria, de las clases populares: una mezcla de aversión y rabia.

“Hemos reconstruido China”

La respuesta a la crisis de 2008 ha puesto de manifiesto, sin dar opción a mirar hacia otro lado, tres desmentidos de la letanía sobre el buen gobierno que los dirigentes de centroderecha y de centroizquierda producían desde la descomposición de la Unión Soviética. Ni la globalización, ni la democracia, ni el liberalismo han salido indemnes.

En primer lugar, la internacionalización de la economía no es buena para todos los países, ni siquiera para la mayoría de los asalariados en Occidente. La elección de Trump propulsó a la Casa Blanca a un hombre convencido desde hacía mucho tiempo de que, lejos de ser rentable para su país, la globalización había precipitado su declive y garantizado el despegue de sus rivales estratégicos. Con él, el “Estados Unidos primero” prevalece sobre el “ganador-ganador” de los librecambistas.

Así, el pasado 4 de agosto, en Ohio, un estado industrial habitualmente disputado pero donde ganó con más de ocho puntos de ventaja con respecto a Hillary Clinton, el presidente estadounidense recordaba el déficit comercial abismal (y creciente) de su país –“¡817.000 millones de dólares al año!”–, antes de proporcionar una explicación al respecto: “No tengo nada en contra de los chinos.

Pero ni siquiera ellos se pueden creer que les hayamos dejado actuar a nuestra costa hasta este punto. Realmente hemos reconstruido China; es hora de reconstruir nuestro país. Ohio ha perdido 200.000 empleos manufactureros desde que China se incorporó [en 2001] a la Organización Mundial del Comercio. ¡La OMC es un desastre absoluto! Durante décadas, nuestros políticos han permitido así que otros países nos roben nuestros empleos, nos quiten nuestra riqueza y saqueen nuestra economía”.

A comienzos del siglo pasado, el proteccionismo propulsó el despegue industrial de Estados Unidos, al igual que el de otras muchas naciones; las tarifas aduaneras, además, financiaron durante mucho tiempo el poder público, ya que el impuesto sobre la renta no existía antes de la Primera Guerra Mundial. Trump, citando a William McKinley –presidente republicano de 1897 a 1901, asesinado por un anarquista–, insiste: “Había comprendido la importancia decisiva de las tarifas aduaneras para mantener la potencia de un país”.

En la actualidad, la Casa Blanca recurre a ellas sin dudarlo –y sin preocuparse por la OMC–. Turquía, Rusia, Irán, la Unión Europea, Canadá o China: cada semana aporta su lote de sanciones comerciales contra Estados, amigos o no, a los que Washington ha situado en su punto de mira. La mención de la “seguridad nacional” le permite al presidente Trump librarse del aval del Congreso, donde los parlamentarios y los lobbies que financian sus campañas permanecen anclados al libre comercio.

En Estados Unidos, China produce más consenso, pero en su contra. No solo por razones comerciales: Pekín también es percibido como el rival estratégico por excelencia. Además de que suscita desconfianza por su poder económico –ocho veces superior al de Rusia– y por sus tentaciones expansionistas en Asia, su modelo político autoritario compite con el de Washington.

Asimismo, aunque sostiene que su teoría de 1989 sobre el triunfo irreversible y universal del capitalismo liberal sigue siendo válida, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama le aporta un matiz esencial: “China es, con diferencia, el mayor reto en el relato del ‘fin de la historia’, puesto que se ha modernizado económicamente a la vez que sigue siendo una dictadura. (…) Si, durante los próximos años, continúa su crecimiento y conserva su posición como la mayor potencia económica del mundo, admitiré que mi tesis ha sido definitivamente refutada” (1).

 En el fondo, Trump y sus adversarios internos coinciden al menos en un punto: el primero considera que el orden internacional liberal tiene un coste demasiado elevado para Estados Unidos; los segundos, que los éxitos de China amenazan con propiciar su fracaso.

De la geopolítica a la política solo hay un paso. La globalización ha provocado la destrucción de empleos y la caída en picado de los salarios occidentales –su proporción ha pasado, en Estados Unidos, del 64% al 58% del producto interior bruto (PIB) solo en estos últimos diez años, es decir, una pérdida anual equivalente a 7.500 dólares (6.500 euros) por trabajador (2).

Ahora bien, es precisamente en las regiones industriales devastadas por la competencia china donde los obreros estadounidenses han girado más a la derecha en estos últimos años. Por supuesto, se puede imputar ese cambio electoral a una noria de factores “culturales” (sexismo, racismo, apego por las armas de fuego, hostilidad hacia el aborto y hacia el matrimonio homosexual, etc.).

Pero entonces hay que cerrar los ojos ante una explicación económica al menos igual de concluyente: mientras el número de condados en los que más del 25% de empleos estadounidenses dependía del sector manufacturero se desplomó de 1992 a 2016, pasando de 862 a 323, el equilibrio entre los votos demócratas y republicanos se metamorfoseó. Hace un cuarto de siglo se repartían casi por igual entre ambos partidos (en torno a 400 cada uno); en 2016, 306 votaron a Trump y 17 a Clinton (3).

La incorporación de China a la OMC, promovida por un presidente demócrata –William Clinton, precisamente–, debía acelerar la transformación de ese país en una sociedad capitalista liberal. Esta disgustó sobre todo a los obreros estadounidenses de la globalización, del liberalismo y del voto demócrata…

Poco antes de la caída de Lehman Brothers, el expresidente de la Reserva Federal estadounidense Alan Greenspan explicaba con calma: “Gracias a la globalización, las fuerzas globales de los mercados han reemplazado en gran medida las políticas públicas estadounidenses. A excepción de las cuestiones de seguridad nacional, la identidad del próximo presidente prácticamente ha dejado de importar” (4). Diez años más tarde, nadie retomaría semejante diagnóstico.

En los países de Europa Central cuya expansión sigue basándose aún en las exportaciones, el cuestionamiento de la globalización no se refiere a los intercambios comerciales. Sin embargo, los “hombres fuertes” en el poder denuncian la imposición, por parte de la Unión Europea, de “valores occidentales” considerados débiles y decadentes por ser favorables a la inmigración, a la homosexualidad, al ateísmo, al feminismo, al ecologismo, a la disolución de la familia, etc. También critican el carácter democrático del capitalismo liberal. No sin fundamento, en este último caso.

Ya que, en materia de igualdad de derechos políticos y civiles, la cuestión de saber si se aplicaban las mismas reglas a todos se vio resuelta, una vez más, después de 2008: “No se emprendieron acciones judiciales contra ningún financiero de alto nivel –destaca el periodista John Lanchester–. Durante el escándalo de las cajas de ahorros de los años 1980, se imputó a 1.100 personas” (5). Los detenidos de un centro penitenciario francés ya bromeaban sobre ello en el siglo pasado: “Quien roba un huevo va a prisión; quien roba un buey va al Palacio Borbón” (6).

El pueblo elige, pero el capital decide. Al gobernar al contrario de lo que habían prometido, los dirigentes liberales, tanto de derechas como de izquierdas, han reforzado esta sospecha después de casi cada escrutinio. Obama, elegido para acabar con las políticas conservadoras de sus predecesores, redujo el déficit público, comprimió el gasto social y, en lugar de imponer la seguridad social, obligó a los estadounidenses a contratar un seguro médico con un cartel privado.

En Francia, Nicolas Sarkozy atrasó dos años la edad de jubilación aunque se había comprometido formalmente a no modificarla; con la misma desenvoltura, François Hollande consiguió la aprobación de un pacto de estabilidad europeo a pesar de que había prometido renegociarlo. En el Reino Unido, el dirigente liberal Nick Clegg se alió, para sorpresa de todos, al Partido Conservador y, más tarde, convertido en vice primer ministro, aceptó triplicar las tasas universitarias pese a que había jurado suprimirlas.

En los años 1970, algunos partidos comunistas de Europa Occidental sugerían que su eventual llegada al poder por las urnas constituiría un “billete de ida”, pues la construcción del socialismo, una vez en marcha, no podía depender de las vicisitudes electorales. La victoria del “mundo libre” sobre la hidra soviética adaptó este principio con más astucia: no se suspende el derecho a voto, pero va acompañado del deber de confirmar las preferencias de las clases dirigentes. So pena de tener que comenzar de nuevo.

“En 1992 –recuerda el periodista Jack Dion–, los daneses votaron en contra del Tratado de Maastricht: se vieron obligados a volver a las urnas. En 2001, los irlandeses votaron en contra del Tratado de Niza: se vieron obligados a volver a las urnas. En 2005, los franceses y los neerlandeses votaron en contra del Tratado Constitucional Europeo (TCE): se les impuso este con el nombre de Tratado de Lisboa. En 2008, los irlandeses votaron en contra del Tratado de Lisboa: se vieron obligados a votar de nuevo. En 2015, un 61,3% de griegos votó en contra del plan de adelgazamiento de Bruselas, que se les impuso igualmente” (7).

Aquel año, justamente, dirigiéndose a un Gobierno de izquierdas elegido unos meses antes y obligado a administrar un tratamiento de choque liberal a su población, el ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schäuble resumía el peso que otorgaba al circo democrático: “Las elecciones no deben permitir que se cambie de política económica” (8).

Por su parte, Pierre Moscovici, comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios, explicará más tarde: “Veintitrés personas en total, con sus adjuntos, toman –o no– decisiones fundamentales para millones de personas, los griegos en este caso, sobre parámetros extraordinariamente técnicos, decisiones que escapan de todo control democrático.

El Eurogrupo no rinde cuentas a ningún Gobierno, a ningún Parlamento, ni tampoco al Parlamento Europeo” (9). Una asamblea en la que Moscovici, sin embargo, aspira a participar el próximo año.

Este desprecio por la soberanía popular, autoritario e “iliberal” a su manera, alimenta uno de los argumentos de campaña más poderosos de los dirigentes conservadores a ambos lados del Atlántico. Al contrario que los partidos de centroizquierda o de centroderecha, que se comprometen –sin dotarse de los medios para ello– a reanimar una democracia exánime, Trump y Orbán, al igual que Kaczynksi en Polonia o Matteo Salvini en Italia, confirman su agonía.

De ella solo conservan el sufragio mayoritario, e invierten la situación: al autoritarismo exógeno y experto de Washington, Bruselas o Wall Street oponen un autoritarismo nacional y sincero que presentan como una reconquista popular.

Un intervencionismo masivo

El tercer desmentido aportado por la crisis al discurso dominante de los años precedentes, tras los relativos a la globalización y a la democracia, está relacionado con la supresión del papel económico del poder público. Todo es posible, pero no para todo el mundo: en escasas ocasiones ha quedado demostrado este principio con tanta claridad como en la década pasada.

Creación monetaria masiva, nacionalizaciones, desprecio por los tratados internacionales, actuación arbitraria de los representantes electos, etc.: para salvar sin contrapartidas los establecimientos bancarios de los que dependía la supervivencia del sistema, la mayoría de las operaciones decretadas imposibles e impensables se llevaron a cabo sin dificultades en ambos lados del Atlántico.

Este intervencionismo masivo reveló un Estado fuerte, capaz de movilizar su poder en un ámbito del que, no obstante, parecía haberse excluido él mismo (10). Pero si el Estado es fuerte es en primer lugar para garantizar al capital un contexto estable.

Inflexible cuando se trataba de reducir el gasto social para situar el déficit público por debajo del 3% del PIB, Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo entre 2003 y 2011, admitió que los compromisos financieros adquiridos a finales de 2008 por los jefes de Estado para salvar el sistema bancario representaban a mediados de 2009 “el 27% del PIB en Europa y en Estados Unidos” (11).

Por su parte, las decenas de millones de desempleados, de desahuciados, de enfermos repartidos por hospitales con escasez de medicamentos, como en Grecia, nunca tuvieron el privilegio de constituir un “riesgo sistémico”. “Con sus decisiones políticas, los Gobiernos de la zona euro hundieron a decenas de millones de sus ciudadanos en las profundidades de una depresión comparable a la de los años 1930. Es uno de los peores desastres económicos autoinfligidos jamás observados”, precisa el historiador Adam Tooze (12).

El descrédito de la clase dirigente y la rehabilitación del poder estatal no podían más que abrir la puerta a un nuevo estilo de gobierno. Cuando le preguntaron en 2010 si le preocupaba acceder al poder en plena tormenta global, el primer ministro húngaro sonrió: “No, me gusta el caos. Ya que, partiendo de él, puedo construir un orden nuevo.

El orden que quiera” (13). Al igual que Trump, los dirigentes conservadores de Europa Central han sabido anclar la legitimidad popular de un Estado fuerte al servicio de los ricos. Pero, en lugar de garantizar unos derechos sociales incompatibles con las exigencias de los propietarios, el poder público se consolida cerrando las fronteras a los migrantes y erigiéndose en garante de la “identidad cultural” de la nación. El alambre de espino marca, pues, el regreso del Estado.

Hasta ahora, esta estrategia que recupera, desvía y desnaturaliza una demanda popular de protección parece funcionar. En definitiva, las causas de la crisis financiera que hizo descarrilar al mundo permanecen intactas y, mientras tanto, la vida política de países como Italia, Hungría o regiones como Baviera parece obsesionada por la cuestión de los refugiados. Amamantada en función de las prioridades de los campus estadounidenses, una parte de la izquierda occidental, muy moderada o muy radical, adora enfrentarse a la derecha en este terreno (14).

Para combatir la Gran Recesión, los jefes de Gobierno revelaron el simulacro democrático, la fuerza del Estado, la naturaleza muy política de la economía y la inclinación antisocial de su estrategia general. La rama en la que se apoyaban se ha debilitado, tal y como lo demuestra la inestabilidad electoral que vuelve a barajar las cartas políticas.

Desde 2014, la mayoría de los escrutinios occidentales señalan una descomposición o un debilitamiento de las fuerzas tradicionales; y, simétricamente, el auge de personalidades o de corrientes ayer marginales que critican las instituciones dominantes, a menudo por razones opuestas, como Trump y Bernie Sanders, ambos detractores de Wall Street y de los medios de comunicación.

Este escenario se repite al otro lado del Atlántico, donde los nuevos conservadores consideran que la construcción europea es demasiado liberal en los ámbitos social y migratorio, mientras que las nuevas voces de izquierdas, como Podemos en España, La France Insoumise (“Francia insumisa”) en Francia o Jeremy Corbyn a la cabeza del Partido Laborista en el Reino Unido critican sus políticas de austeridad.

Como no pretenden volver las tornas, sino solamente cambiar a los jugadores, los “hombres fuertes” pueden contar con el apoyo de una fracción de las clases dirigentes. El 26 de julio de 2014, en Rumanía, Orbán no se anduvo con rodeos en un discurso decisivo: “El nuevo Estado que estamos construyendo en Hungría es un Estado iliberal: un Estado no liberal”.

Pero, al contrario de lo que los grandes medios de comunicación han venido repitiendo desde entonces, sus objetivos no se limitaban al rechazo del multiculturalismo, de la “sociedad abierta” y a la promoción de los valores familiares y cristianos. También anunciaba un proyecto económico, el de “construir una nación competitiva en la gran competición mundial de las próximas décadas”.

“Consideramos –declaraba– que una democracia no debe ser necesariamente liberal y que no porque un Estado deje de ser liberal deja de ser una democracia”. En suma, el primer ministro húngaro, poniendo como ejemplo a China, Turquía y Singapur, devolvió al remitente el “No hay otra alternativa” de Margaret Thatcher: “Las sociedades que tienen una democracia liberal como base probablemente sean incapaces de mantener su competitividad en las próximas décadas” (15). Semejante designio atrae a los dirigentes polacos y checos, pero también a los partidos de extrema derecha francés y alemán.

Las peroratas del “capitalismo inclusivo”

Ante el impactante éxito de sus rivales, los pensadores liberales han perdido altivez y ostentación. “La contrarrevolución está alimentada por la polarización de la política interior, pues el antagonismo reemplaza el compromiso. Y se fija como objetivo la revolución liberal y las ganancias obtenidas por las minorías”, se estremece Michael Ignatieff, rector de la Universidad Centroeuropea en Budapest, una institución fundada por iniciativa del multimillonario liberal George Soros.

“Está claro –añade– que el breve momento de dominación de la sociedad abierta ha terminado” (16). A su parecer, los dirigentes autoritarios que sitúan en el punto de mira el Estado de derecho, el equilibrio de poderes, la libertad de los medios de comunicación privados y los derechos de las minorías, en efecto, atacan los pilares esenciales de las democracias.

El semanario británico The Economist, que sirve de boletín informativo a las elites liberales mundiales, comparte esta visión. Cuando, el pasado 16 de junio, se inquietaba ante un “alarmante deterioro de la democracia desde la crisis financiera de 2007-2008”, no culpó ni a las abismales desigualdades de la riqueza, ni a la destrucción de los empleos industriales por el libre comercio, ni al no respeto de la voluntad de los electores por los dirigentes “demócratas”, sino que criticaba a “los hombres fuertes [que] menoscaban la democracia”. Frente a ellos, espera, “los jueces independientes y los enérgicos periodistas forman la primera línea defensiva”. Un dique tan estrecho como frágil.

Durante mucho tiempo, las clases superiores se beneficiaron del juego electoral gracias a tres factores convergentes: la creciente abstención de las clases populares, el “voto útil” debido a la repulsa que inspiraban “los extremos” y la pretensión de los partidos centrales de representar los intereses combinados de la burguesía y de las clases medias. Pero hoy día, los demagogos reaccionarios movilizan a los abstencionistas; la gran recesión ha debilitado a las clases medias y los arbitrajes políticos de los “moderados” y de sus brillantes asesores han desencadenado la crisis del siglo…

El desencanto relativo a la utopía de las nuevas tecnologías se suma a la amargura de los amateurs de sociedades abiertas. Ayer alabados como los profetas de una civilización liberal-libertaria, los patronos demócratas de Silicon Valley han construido una máquina de vigilancia y de control social tan potente que el Gobierno chino la imita para mantener el orden.

La esperanza de un ágora mundial impulsada por una conectividad universal se derrumba, en detrimento de algunos de sus comulgantes de antaño: “La tecnología, por las manipulaciones que permite, por las fake news, pero más aún porque vehicula la emoción en lugar de la razón, refuerza más a los cínicos y a los dictadores”, gimotea un editorialista (17).

Conforme se acerca el trigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, los heraldos del “mundo libre” temen que se agüe la fiesta. “Una elite instruida, muy prooccidental dirigió en gran medida la transición hacia las democracias liberales”, admite Fukuyama. Desgraciadamente, a las poblaciones con menos formación “nunca les atrajo este liberalismo, la idea de que se podía tener una sociedad multirracial, multiétnica, en la que todos los valores tradicionales se borrarían ante el matrimonio homosexual, la inmigración, etc.” (18).

Pero, ¿a quién imputar esta falta de influencia de la minoría ilustrada? A la indolencia de todos los jóvenes burgueses que, se exaspera Fukuyama, “se contentan con quedarse sentados en casa, con alegrarse por su amplitud de miras, por su ausencia de fanatismo. (…) Y que no se movilizan contra el enemigo más que sentándose en la terraza de un café con un mojito en la mano” (19).

En efecto, no será suficiente… Y tampoco el hecho de escudriñar los medios de comunicación o inundar las redes sociales con comentarios indignados destinados a “amigos” igual de indignados, siempre por las mismas cosas. Obama lo ha comprendido. El pasado 17 de julio proporcionó un análisis detallado, con frecuencia lúcido, de las décadas pasadas. Pero no pudo impedir retomar la idea fija de la izquierda neoliberal desde que adoptó el modelo capitalista. En resumen, como el ex primer ministro italiano de centroizquierda Paolo Gentiloni le recordó a Trump el 24 de enero de 2018 en Davos, “se puede corregir el contexto, pero no cambiarlo”.

La globalización, como admite Obama, ha venido acompañada de errores y de rapacidad. Ha debilitado el poder de los sindicatos. Ha “permitido que el capital se libre de los impuestos y de las leyes de los Estados moviendo cientos de miles de millones de dólares simplemente presionando una tecla de un ordenador”. Muy bien, pero, ¿cuál es el remedio? Un “capitalismo inclusivo”, ilustrado por la moralidad humanista de los capitalistas. Desde su punto de vista, solo esta raya en el agua podría corregir algunos de los defectos del sistema. Ya que no ve otro disponible y, en el fondo, este le conviene…

El expresidente estadounidense no niega que la crisis de 2008 y las malas respuestas que se aportaron (también por él, imaginamos) favorecieran el auge de una “política del miedo, del resentimiento y del repliegue”, la “popularidad de los hombres fuertes”, la de un “modelo chino de control autoritario juzgado como preferible a una democracia percibida como desordenada”.

Pero asigna la responsabilidad esencial de estos desajustes a los “populistas” que recuperan las inseguridades y amenazan al mundo con una vuelta a un “orden antiguo, más peligroso y más violento”, eximiendo de paso de dicha responsabilidad a las elites sociales e intelectuales (sus pares…) que crearon las condiciones de la crisis –y que, a menudo, se beneficiaron de ella–.

Semejante panorama conlleva bastantes ventajas para ellas. En primer lugar, repetir que la dictadura nos amenaza permite hacer creer que reina la democracia, aunque siga reclamando algunos ajustes insignificantes. De manera más fundamental, la idea de Obama (o aquella, idéntica, de Macron) según la cual “dos visiones muy diferentes del futuro de la humanidad compiten por los corazones y las mentes de los ciudadanos del mundo entero” permite escamotear lo que esas “dos visiones” comparten.

Nada menos que el modo de producción y de propiedad o, retomando las propias palabras del expresidente estadounidense, “la influencia económica, política, mediática desproporcionada de aquellos que están en la cima”. Ciertamente, nada distingue en este ámbito a Macron de Trump, tal y como lo ha demostrado, además, su celeridad común por reducir la fiscalidad sobre los rendimientos del capital en cuanto accedieron al poder.

Llevar obstinadamente la vida política de las próximas décadas al enfrentamiento entre democracia y populismo, apertura y soberanismo, no aportará nada de alivio a esta creciente fracción de categorías populares decepcionada ante una “democracia” que la ha abandonado y ante una izquierda que se ha metamorfoseado en partido de la burguesía titulada. Diez años después del estallido de la crisis financiera, el combate victorioso contra el “orden brutal y peligroso” que se dibuja reclama algo totalmente distinto.

Y, en primer lugar, el desarrollo de una fuerza política capaz de combatir, a la vez, contra los “tecnócratas ilustrados” y contra los “multimillonarios furiosos” (20). Rechazando de esta manera el papel de fuerza de apoyo de alguno de los dos bloques que, cada uno a su manera, ponen en peligro a la humanidad.
(1) Francis Fukuyama, “Retour sur ‘La Fin de l’histoire?’”, Commentaire, n.° 161, París, primavera de 2018.
(2) William Galston, “Wage stagnation is everyone’s problem”, The Wall Street Journal, Nueva York, 14 de agosto de 2018. Sobre la destrucción de empleos debido a la globalización, cf. Daron Acemoglu et al., “Import competition and the great US employment sag of the 2000s”, Journal of Labor Economics, vol. 34, n.° S1, Chicago, enero de 2016.
(3) Bob Davis y Dante Chinni, “America’s factory towns, once solidly blue, are now a GOP haven”, y Bob Davis y Jon Hilsenrath, “How the China shock, deep and swift, spurred the rise of Trump”, The Wall Street Journal, respectivamente 19 de julio de 2018 y 11 de agosto de 2016.
(4) Citado por Adam Tooze, Crash: Cómo una década de crisis financiera ha cambiado el mundo, Crítica, Barcelona, 2018.
(5) John Lanchester, “After the fall”, London Review of Books, vol. 40, n.° 13, 5 de julio de 2018.
(6) N. de la T.: Sede de la Asamblea Nacional francesa, la Cámara Baja del Parlamento.
(7) Jack Dion, “Les marchés contre les peuples”, Marianne, París, 1 de junio de 2018.
(8) Yanis Varoufakis, Comportarse como adultos. Mi batalla contra el establishment europeo, Deusto, Barcelona, 2017.
(9) Pierre Moscovici, Dans ce clair-obscur surgissent les monstres. Choses vues au cœur du pouvoir, Plon, París, 2018.
(10) Véase Frédéric Lordon, “Los diez días que cambiaron Wall Street”, Le Monde diplomatique en español, octubre de 2008.
(12) Citado por Adam Tooze, Crash: Cómo una década de crisis financiera ha cambiado el mundo, Crítica, Barcelona, 2018.
(13) Drew Hinshaw y Marcus Walker, “In Orban’s Hungary, a glimpse of Europe’s demise”, The Wall Street Journal, 9 de agosto de 2018.
(14) Véase Pierre Bourdieu y Loic Wacquant, “La nouvelle vulgate planétaire”, Le Monde diplomatique, París, mayo de 2000.
(16) Michael Ignatieff y Stefan Roch (bajo la dir. de), Rethinking Open Society: New Adversaries and New Opportunities, CEU Press, Budapest, 2018.
(17) Éric Le Boucher, “Le salut par l’éthique, la démocratie, l’Europe”, L’Opinion, París, 9 de julio de 2018.
(18) Citado por Michael Steinberger, “George Soros bet big on liberal democracy. Now he fears he is losing”, The New York Times Magazine, 17 de julio de 2018.
(19) “Francis Fukuyama: ‘Il y a un risque de défaite de la démocratie’”, Le Figaro Magazine, París, 6 de abril de 2018.
(20) Thomas Frank, “Four more years”, Harper’s, abril de 2018.


(*) Respectivamente, redactor jefe y director de Le Monde diplomatique


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