viernes, 17 de abril de 2009

La jubilación, más allá de las pensiones / Enrique Badía

Abierto en media Europa, el debate sobre la edad de jubilación discurre por aquí en voz baja, casi con temor. Surge de vez en cuando, siempre referido a sus efectos en la sostenibilidad del sistema público de pensiones, como ocurrió el miércoles de la pasada semana, en la comparecencia del gobernador del Banco de España, convocado por la Comisión del Pacto de Toledo del Congreso de los Diputados. Pero, aun siendo importante, el aspecto financiero no es lo único que se debería considerar: existe también una vertiente humana, si se prefiere sociológica, en la que toca tener en cuenta aspectos de libertad individual.

Hay que empezar por reconocer que, en términos generales, la sociedad no sabe qué hacer con la gente mayor. Existe, eso sí, una cobertura asistencial que arranca de la muy extendida red familiar y culmina en el sistema de protección social en cuyo vértice está la todavía embrionaria aplicación de la ley de dependencia, pero dista de proveerse una forma que permita, a quien quiera y pueda, desempeñar un papel activo más o menos acomodado a sus capacidades, edad y voluntad.

Uno de los avances más espectaculares de los últimos tiempos ha sido sin duda añadir a la esperanza de vida alrededor de un 30 por ciento sobre lo que era habitual a mediados del pasado siglo XX. Eso ha cambiado la estructura demográfica de los países y, combinado con la caída en picado de las tasas de natalidad, provocado una recomposición de las cohortes de edad, al punto de establecer una tendencia a equiparar el tamaño de los grupos de activos e inactivos, principalmente en los países más desarrollados.

Centrados en el caso de España, resulta que la esperanza promedio de vida de aquellos que superan los 63 años -actual edad media de jubilación- supera los 83 años. Quiere decir que en términos estadísticos existe una expectativa de nada menos que veinte años de supervivencia en situación de inactividad. Para muchos es un problema de asunción personal, pero cabría otra duda más importante: ¿hace bien en permitirlo la sociedad?

No se trata únicamente de una cuestión financiera en términos de Seguridad Social, aunque también lo sea, sino de valorar hasta qué punto es razonable prescindir de un conjunto de personas dotado de capacidad, experiencia y voluntad de seguir participando en el devenir del país.

Al cabo, emprender el camino del retiro debería ser ante todo una opción personal, libremente elegida y determinada por cada quien, con absoluta y plena libertad. En ese sentido, la normativa no debería ir más allá de graduar una correlación entre edades y ejercicio de los derechos adquiridos como obligados contribuyentes al sistema público de protección: estableciendo opciones para que cada uno decida cómo, cuándo y en qué condiciones quiere pasar de la vida activa al retiro laboral.

Existe, además, una notoria inconsistencia entre lo que el estamento político sostiene ?legisla- y su propia actuación. Es así porque nada impide que una persona que haya rebasado los 70 años ocupe un cargo público o sea elegido parlamentario, a diferencia de lo que la norma establece para los demás.

Lo que no acaba de parecer lógico es que el debate no sólo no esté planteado, sino que cada vez que alguien lo suscita el resto reaccione de forma airada, negando el problema a golpe de descalificación. No hablar de los problemas no evita que existan, pero es un magnífico sistema para no encontrarles solución.

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