domingo, 8 de febrero de 2009

¿Es justo que todos suframos el derrumbe de los bancos? / Harold Meyerson *

En algunos sentidos, Estados Unidos es una nación de puritanos y no nos damos cuenta de que hay personas que no son capaces de cuidar de sí mismas y terminan viviendo de nuestra generosidad.Exigimos a los beneficiarios de la asistencia pública que realicen algún trabajo honrado a cambio del cheque que reciben.

Ahora, desde que el presidente Obama ha impuesto su criterio sin posibilidad de debate, exigimos a esos individuos que han hecho encallar nuestro sistema bancario que se atengan a nuestra escala salarial a cambio de que hayamos salido fiadores suyos.

A fin de cuentas, ¿cuál es la diferencia moral entre los beneficiarios de la asistencia pública y los genios de Wall Street, si exceptuamos que los primeros no son los responsables de haber hundido la economía global?

La decisión de Obama de imponer restricciones a la remuneración de los máximos directivos de aquellos bancos que soliciten el aval federal es un ejemplo clásico de cómo salvar el capitalismo de los capitalistas. Wall Street protestará lo que quiera, pero será políticamente imposible mantener el sistema financiero a flote si la opinión pública no está firmemente convencida de que su dinero no está yendo a recompensar a esos mismos directivos que llevaron el sistema a la ruina. En cualquier caso, la decisión de Obama no sólo es una buena medida política; es también una buena medida económica.

A lo largo de las dos últimas décadas, el sistema de incentivos económicos de Wall Street ha premiado con más dinero a aquellos que más riesgos asumían con el dinero de los demás. La estructura financiera surgida del New Deal garantizaba que los pequeños inversores, los pensionistas y los impositores no se verían expuestos a niveles altos de riesgos, pero la abolición de la Ley Glass-Steagall y los demás disparates de la desregulación arrojaron a todo el mundo a los mismos fondos de alto riesgo.

El Congreso y el presidente están trabajando en la elaboración de unas nuevas normas que devuelvan una mínima seguridad a la decisión de invertir, pero el decreto de Obama sobre las remuneraciones, en virtud del cual los directivos sólo podrán hacer efectivas sus acciones una vez que hayan enderezado sus bancos y devuelto la inversión aportada por el Gobierno, está dirigido además a recompensar los resultados a largo plazo en lugar de los beneficios a corto plazo.

En un sentido más amplio, las directrices presidenciales representan una primera ofensiva para acabar de una vez con la práctica generalizada del saqueo legal al que los máximos directivos norteamericanos someten rutinariamente a sus accionistas y empleados. La remuneración de los ejecutivos ha entrado en una espiral de locura a lo largo de las últimas décadas; los pagos de los máximos ejecutivos han aumentado desde las 24 veces en que multiplicaban el salario del trabajador medio en 1965 a 275 veces en el 2007.

Hay estudios que muestran que las retribuciones de los cinco máximos directivos de las empresas que cotizan en bolsa, que en el periodo de 1993 a 1995 representaban un 5% de la facturación de esas empresas, pasaron a representar el 10% en los años 2001 a 2003. Las mejoras de resultados de esas empresas y sus incrementos de tamaño justificarían exclusivamente un 20% de ese salto de las retribuciones, según sus cálculos, mientras que no habría explicación alguna para el 80 % del aumento de la remuneración de los máximos ejecutivos.Bien, vamos a aventurar una explicación.

Si alguien forma el consejo de administración de una empresa y su comité de retribuciones con altos directivos de otras empresas, lo que termina creando es una sociedad de socorros mutuos que remunera a sus miembros con el dinero de los accionistas.

Si los que mandan en la empresa lo hacen lo suficientemente bien como para que nadie ponga objeciones (como ha sido el caso de los accionistas durante el período de revalorización de los activos), o si no lo hacen bien pero nadie cuenta con poder para hacer algo al respecto (como ha sido el caso de los trabajadores durante este período de desmovilización de la afiliación sindical) he aquí lo que ocurre: el jefe termina siendo dueño de un piso en la Quinta Avenida, una casa al borde del mar en Hampton, un refugio en la estación de esquí de Aspen, el nidito de amor de Mayfair y al menos dos tercios del Comité de Finanzas del Senado, salvo que la opinión pública proteste.

Así las cosas, ¿por qué no designar no ya uno, sino varios representantes públicos en los comités de retribuciones de las tres megaempresas a las que se han canalizado más de 194.250 millones de euros en su conjunto, AIG, Citigroup y Bank of America? A cambio de aportar todo su capital circulante y de asumir todas sus deudas, hemos tomado casi el 80% del accionariado de AIG y designado un nuevo equipo de dirección.

Hemos puesto todo el capital de Citigroup y también hemos asumido todas sus deudas, pero, misteriosamente, no hemos sustituido a sus directivos por otros mejores, ni hemos exigido la propiedad de nada, salvo de las deudas. A lo mejor es que tenemos miedo de llamar a las nacionalizaciones por su nombre o es que nos da demasiado apuro que se sepa públicamente que ahora somos los dueños de la empresa que en parte fue llevada al fracaso por Robert Rubin, cuyos protegidos son mayoría entre los que integran el equipo económico del nuevo gobierno.

¿Es ésta la fórmula mejor y más brillante de hacer las cosas? ¿Con los mismos que se cargaron nuestra infraestructura industrial, que nos endeudaron hasta las cejas con la China comunista, que nos atraparon hasta el último céntimo con el dinero de plástico y las hipotecas basura, que compraron a nuestros políticos, que se burlaron de nuestra normativa, que han dejado exhaustos nuestros planes de jubilación, y que son esos mismos que luego han acudido a nosotros en busca de ayuda cuando su castillo de naipes se ha derrumbado? Maldita sea, francamente. Que los pongan en la picota.

* H. Meyerson es columnista de The Washington Post

www.elmundo.es


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